martes, 2 de octubre de 2007

Viaje por España, de Teófilo Gautier (La moda)

Desde Burgos, pasando por Valladolid, llega hasta Madrid. Allí, en el Paseo del Prado, se detiene en la descripción de la moda española:


MADRID



“En el Prado se ven muy pocas mujeres con sombrero, a excepción de alguna papalina amarillo azufre, que en algún tiempo debió de adornar a borricos amaestrados; sólo se ven mantillas. La mantilla española es, pues, una verdad; yo había creído que no existía sino en las novelas de Crevel de Charlemagne: es de encaje negro o blanco, por lo general negro, y se coloca en la parte de atrás de la cabeza sobre la peineta; algunas flores colocadas sobre las sienes completan este tocado, que es de lo más encantador que pueda imaginarse. Con una mantilla tiene una mujer que ser más fea que las tres virtudes teologales para no resultar bonita; por desgracia, esta es la única prenda que se conserva del traje español; el resto es completamente a la francesa. Los últimos pliegues de la mantilla flotan sobre un chal, un odioso chal, y éste va acompañado de un traje de tela cualquiera, que en nada recuerda a la basquiña. Parece imposible tal ceguera, y no comprendo cómo las mujeres, que, por lo general, son clarividentes en lo que a su belleza se refiere, no se dan cuenta de que su supremo esfuerzo de elegancia llega todo lo más a asemejarlas a una petimetra de una provincia, resultado poco halagüeño. El traje antiguo resulta tan propio para el carácter de belleza y para las proporciones y costumbres de las españolas, que es, en realidad, el único posible. El abanico corrige un poco esta pretensión de parisianismo. Una mujer sin abanico es una cosa que no he visto aún en este bendito país; las he visto que llevaban zapatos de raso sin medias, pero tenían un abanico; el abanico las acompaña a todas partes, incluso a las iglesias, en donde se ven mujeres de todas edades, arrodilladas o sentadas sobre los talones, que rezan y se abanican con fervor, santiguándose de cuando en cuando a la manera española, que es mucho más complicada que la nuestra, lo que ejecutan con una precisión y una rapidez digna de soldados prusianos. El manejo del abanico es un arte completamente desconocido en Francia. Las españolas lo realizan a maravilla; el abanico se abre, se cierra, se revuelve entre sus dedos con tal viveza y tan ligeramente, que un prestidigitador no lo haría mejor. Algunas elegantes tienen colecciones de mucho precio. Recuerdo una que contaba más de ciento de diferentes estilos; los había de todos los países y de todas las épocas: de márfil, de nácar, de sándalo, de lentejuelas, acuarelas de tiempo de Luis XIV y de Luis XV, de papel de arroz, del Japón y de la China, nada faltaba; algunos estaban sembrados de rubíes, de diamantes y de otras piedras preciosas; es un lujo de buen gusto y una manía encantadora para una mujer bonita. Los abanicos, al abrirse y cerrarse, producen un débil silbido que, repetido varias veces por minuto, da su nota en medio del rumor confuso que flota en el paseo y tiene algo de raro para un oído francés. Cuando una mujer se encuentra a alguien que conoce, le hace una seña con el abanico y le dice, al pasar, la palabra abur. Ahora vamos a hablar de las bellezas españolas.
Lo que nosotros entendemos en Francia por tipo español no existe en España, o, por lo menos, yo no he tropezado con él. Cuando se dice señora y mantilla, se figura uno un óvalo alargado y pálido, grandes ojos negros coronados por cejas de terciopelo, una nariz fina un poco arqueada, una boca roja como una granada, y además de todo esto, un tono caliente y dorado que justifique el romance Elle est jaune comme une orange . Este es el tipo árabe o morisco, no el tipo español. Las madrileñas son encantadoras en la completa acepción de la palabra; de cuatro, tres son bonitas; pero no responden a la idea que uno se ha formado. Son menudas, lindas, bien hechas; el pie pequeño, la cintura cimbreada, el pecho abundante; pero tienen la piel muy blanca, los rasgos delicados y poco acentuados, la boca en forma de corazón, y podrían representar perfectamente algunos retratos de la Regencia. Muchas tienen el pelo castaño claro, y no se dan dos vueltas en el Prado sin encontrar siete u ocho rubias de todos los tonos, desde el rubio ceniza, al rojo fuerte, el rojo de la barba de Carlos V. Es un error creer que en España no hay rubias. También abundan los ojos azules; pero no son tan estimados como los negros.
En los primeros días nos costaba mucho trabajo acostumbrarnos a ver mujeres escotadas como para un baile -los brazos desnudos, zapatos de raso, flores en la cabeza y el abanico en la mano- pasearse solas en un sitio público, pues aquí no se da el brazo a las mujeres, a menos de ser su marido o un pariente cercano; se contentan solamente con ir a su lado , por lo menos mientras es de día, pues una vez de noche, la etiqueta es menos rigurosa, sobre todo con los extranjeros, que no la conocen bien.
Mucho nos habían alabado a las manolas de Madrid: la manola es un tipo desaparecido, como la griseta de París, como las transtiberinas de Roma; existe aún, pero despojada de su carácter primitivo. No lleva su traje atrevido y pintoresco; la noble indiana ha substituido a las faldas de colores vivos, bordadas de ramajes excesivos; el horrible zapato de piel ha suplantado al zapatito de raso, y, cosa tremenda, la falda se ha alargado más de dos dedos. En otro tiempo bullían en el Prado con sus ademanes vivarachos y su traje singular; hoy es difícil distinguirlas de las burguesitas y de las mujeres de los comerciantes. He buscado la manola pura sangre en todos los rincones de Madrid: en los toros, en el jardín de las Delicias, en el Nuevo Recreo, en la fiesta de San Antonio, y no he encontrado una completamente castiza. Un día, recorriendo el Rastro -el Temple de Madrid-, después de haber saltado por encima de gran número de pordioseros que dormían tendidos en tierra en medio de horribles andrajos, me encontré en una callejuela desierta; y allí vi por primera y última vez a la manola tan deseada. Era una muchacha alta y fornida, de unos veinticuatro años, al edad más avanzada a que pueden llegar las manolas y las grisetas. Tenía la tez tostada, la mirada firme y triste, la boca un poco gruesa y un no sé qué de africano en el corte de su cara. Una enorme mata de cabellos, azules a fuerza de ser negros, trenzada como el asa de un cesto, le rodeaba la cabeza, sujeta por una gran peineta de teja; llevaba en las orejas pendientes de cuentas de coral, y adornaba su cuello moreno un collar de la misma materia; una mantilla de terciopelo negro encuadraba su cabeza y sus hombros; su traje, tan corto como el de las suizas del cantón de Berna, era de paño bordado, y dejaba al descubierto sus piernas finas y nerviosas, calzadas con medias de seda negra,muy estiradas; los zapatos eran de raso, a la moda antigua, y su abanico, rojo, temblaba como una mariposa de cinabrio entre sus dedos, cargados de sortijas de plata. La última de las manolas dió la vuelta a la esquina de la callejuela y desapareció, dejándome maravillado de haber visto paseándose en el mundo real un traje de Duponchel, un disfraz de ópera. También pude observar en el Prado algunas pasiegas de Santander con su traje nacional: estas pasiegas son consideradas como las mejores nodrizas de España, y el afecto que toman a los niños es tan proverbial como en Francia la honradez de los auvernianos; llevan una falda de paño rojo de grandes pliegues, orillada de galón ancho; un corpiño de terciopelo negro, galoneado igualmente de oro, y a la cabeza, un pañuelo de colorines, todo ello acompañado de alhajas de plata y otras coqueterías salvajes. Estas mujeres son muy guapas y suelen tener un aire de fuerza y de vigor muy chocante. La costumbre de acunar a los niños en los brazos les da una actitud cimbreada, que va muy bien con el desarrollo del pecho. Tener una pasiega vestida es una especie de lujo, semejante a llevar un Klepta detrás del coche.
No he dicho nada del traje de los hombres: mirad los figurines de modas de hace seis meses en cualquier sastrería, y tendréis una idea exacta. París es el pensamiento de todo el mundo, y recuerdo haber visto un letrero en el puesto de un limpiabotas , que decía: “Aquí se limpian las botas al estilo de París.” Gavarni y sus deliciosos modelos son el fin modesto que se proponen alcanzar los hidalgos modernos: no saben que sólo lo más visto en París puede llegar a ellos. Sin embargo, haciéndoles la justicia debida, diremos que van mejor vestidos que las mujeres, y tan charolados y tan enguantados de blanco como es posible ir. Sus levitas son correctas y sus pantalones aceptables; pero la corbata ya no es de la misma pureza, y el chaleco, la sola prenda del traje moderno en que puede mostrarse la fantasía, no es siempre de un gusto irreprochable.”

Gautier, Teófilo. Viaje por España, Tomo I. Traducción de Enrique de Mesa. Espasa Calpe, Madrid, 1932

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