Exposición conmemorativa del VIII centenario del Cantar del Mio Cid
Con motivo del octavo centenario de la escritura del Cantar del Mio Cid, se ha organizado, en la Catedral de Burgos, una exposición titulada : “El Cid. Del hombre a la leyenda”. La muestra recoge 282 piezas sobre diferentes aspectos de la vida y época del héroe legendario castellano y está dividida en cinco apartados.
En el primero se exponen elementos relacionados directamente con la vida del Cid, entre ellos la polémica Tizona recientemente adquirida por la Junta de Castilla y León. En un segundo apartado se exponen elementos de la vida cotidiana de la sociedad medieval. El tercer espacio se dedica a la literatura medieval, con la exposición de manuscritos originales. En cuarto lugar podremos ver cómo se han ido formando las imágenes que sobre el Cid y otros personajes relacionados con él han llegado hasta nosotros. Y, por fin, en un quinto apartado se exponen pinturas que sobre el Cid y sus momentos han realizado diferentes artistas de todas las épocas. Creo que haré todo lo posible para ir a verlo.
Para más información, se puede leer la noticia en “El País”, en “El Mundo”, o en “El Correo”de hoy
En relación con este centenario, he encontrado un artículo de Juan José García González, en el Diario de Burgos, en el que nos ofrece una visión particular sobre los actos del centenario y sobre la importancia e interés que el héroe despierta en la sociedad castellana actual, y que copio aquí, por si deja de estar disponible en red:
DIARIO DE BURGOS
24/09/07
SECCIÓN : OPINIÓN
EL CID, UN HÉROE SIN PATRIA/Juan José García González
A mediados del mes de mayo Diario de Burgos se preguntaba en voz alta «¿Qué interés despierta el Cid?» y respondía publicando dos instantáneas de la decena y media de personas que asistían a las sesiones del congreso sobre la vigencia del héroe y cifrando los matriculados, en torno a una cincuentena. Dos días después el gerente del Consorcio del Camino del Cid, ante la escasa repercusión popular del octavo centenario del Cantar de mío Cid, consideraba que la pregunta más pertinente era otra: «¿Somos conscientes del interés que despierta el Cid?». En fin, hace unos días el propio Alberto Luque ha vuelto a deplorar el reducido eco social que han tenido los eventos de referencia. De estas aproximaciones se desprenden dos cosas: que sus conciudadanos parecen estar dando la espalda al Cid y que apenas son conscientes de las implicaciones que tiene el interés que suscita su figura entre los demás.
Cabe, sin embargo, poner cierta sordina a esta forma de pulsar la realidad. Probablemente hubiera sido más congruente valorar los resultados tras criticar la forma de organizar dichos eventos, ofertados en pleno período de exámenes, publicitados inadecuadamente en la Facultad de Humanidades y Educación, planificados por foráneos que han ignorado a los colectivos ciudadanos potencialmente interesados, organizados sin contar con los expertos de la Universidad de Burgos, programados con el habitual sesgo endogámico de los especialistas académicos y totalmente despreocupados de mostrar al héroe como un producto genuino de la tierra que le vio nacer.
Al margen de las bondades -pocas o muchas- del método utilizado para evaluar el estado de cosas, los resultados han sido suficientemente paupérrimos como para tomar en serio el tema y tratarlo en profundidad. Mi contribución al respecto consistirá en intentar contestar de forma congruente una pregunta directa: ¿por qué se tambalea la figura del Cid entre sus conciudadanos?
La respuesta es compleja y hay que desgranarla por partes. No es por culpa del Cid, que no ha variado sus posiciones. Tampoco es por culpa de los nativos, que, más allá de su participación o no en las efemérides, se reconocen en su trayectoria. En absoluto es por culpa de los demás, que parecen, más bien, incrementar su admiración por el héroe.
La culpa hay que buscarla en la quiebra de la relación de conciudadanía entre el Cid y los castellanos. El héroe está empezando a perder entre los suyos aquel plus de reconocimiento anímico, de alineamiento incondicional que nunca podrán invertir en él los foráneos. El distanciamiento está en marcha porque Castilla ya no existe y los castellanos no ejercen ya como castellanos. Carecen de fronteras que les diferencien, de parlamento que les gobierne y de capital que les identifique.
El desmantelamiento de Castilla se inició hace mucho tiempo y se ha consumado con ensañamiento. Se remonta a la génesis de los estados-nación. Así, mientras Anglia creó la Corona inglesa y conserva su nombre en Inglaterra; mientras Francie hizo lo propio con la Corona francesa y pervive en Francia y mientras los ítalos han transmitido su nombre a la nación italiana, Castilla creó la Corona castellana y, sin embargo, su nombre fue desplazado por el de España. El desguace ha proseguido posteriormente. La creación del Estado de las Autonomías la ha ninguneado hasta tal punto que, lejos de ser equiparada institucionalmente -como mínimo- a Cantabria, Murcia o La Rioja, ha sido subsumida en un módulo político-administrativo inverosímil (nadie puede ser de dos sitios a la vez) y carente de pedigrí: la Comunidad Autónoma de Castilla y León.
Llegados a este punto, todo se ha trastocado de tal manera que hasta la mitifícación del Cid como un buen vasallo castellano repetidamente desairado por su mal señor leonés resulta hoy políticamente incorrecta y aun contraproducente para quien la mantenga como expresiva de lo que realmente fue: el principio del antagonismo que llevaría a Castilla a fagocitar a León subsumiéndole y anulándole históricamente.
Castilla y los castellanos han sido abducidos y su fascinante legado no cuenta ya con más soporte que el que le proporciona el capitalismo vigente. Sobrevive lejos de las esferas anímicas jugando el juego interesado de los publicistas, de los turistas, de los académicos, de los animadores culturales, de los voceros ideológicos, de los coleccionistas de certificados, de los novelistas históricos, de los mercados medievales, de los cursos de verano, de los politiqueos de turno, etc., etc. El propio Cid es poco más que una mercancía adobada como «patrimonio de la humanidad», «personificación del alma hispana» o «ejemplo del hombre que se hizo a sí mismo».
El distanciamiento entre el héroe y los suyos detectado tanto por el periódico como por el gerente responde, en mi opinión, al deterioro que está deparando la laminación de la identidad castellana y de su memoria histórica. La regresión del Cid en el imaginario de sus conciudadanos es intencionada, de naturaleza política y tiene valedores conocidos. Se debe específicamente a la desconexión del común con su pasado al impedirle sentirse orgulloso de su trayectoria y privarle de la convicción de estar inmerso todavía -bien que en una frecuencia diferente- en la misma onda histórica que le tocó vivir a Rodrigo Díaz en el siglo XI.
No deja de ser un motivo de alegría, por descontado, que el universo mundo se interese por el personaje, pero creo que, sin patria conocida en la actualidad y sin el respaldo incondicional de los suyos, sometido al albur de la mercantilización y de los oportunismos, el héroe que construyeron los castellanos para sí tiene ya los pies de barro, sobrevive anímicamente desahuciado y solo persistirá mientras reporte dividendos. Mantengo con rotundidad, como dije a finales de abril en este mismo periódico, que nuestro excepcional patrimonio -el Cid, pero
también el idioma castellano- está perdiendo sustento anímico entre nosotros a marchas forzadas y que la atención que le prestan otros depende ya tan solo de los recursos que genere. En mi opinión, el tambaleante porvenir del Cid en la mentalidad de los suyos no es más que un resultado perverso del gravísimo problema que subyace a la advertencia que realicé hace bien poco: «diluir a Castilla no ha sido nuestra mejor inversión».
Juan José García González es catedrático de Historia Medieval de la Universidad de
Burgos.
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