sábado, 29 de septiembre de 2007

Viaje por España, de Teófilo Gautier (La Cartuja y el Cid)

Antes de abandonar la ciudad de Burgos, de la que describe, con los más inflamados adjetivos, sus más conocidos monumentos y algunas de sus joyas legendarias, como el Cofre del Cid, o el Cristo de Burgos con sus tres huevos de avestruz (curiosamente el francés nos habla de tres huevos cuando, hasta hace poco, eran cinco los que estaban a los pies del Cristo, aunque hoy, tras su restauración, han vuelto a su estado original de tres), el viajero pasa a visitar la Cartuja, abominando de su lamentable estado de conservación, consecuencia exclusiva, según él, de la Desamortización de Mendizabal, realizada cuatro años antes de su visita, y de las guerras civiles. Parece además querer justificar la razón de su viaje, la especulación con obras de arte, aduciendo su irremisible pérdida, de otro modo.
No cita, curiosamente, quizás por desconocimiento, las labores de saqueo y destrucción que en el lugar realizaron sus compatriotas durante la francesada.
Pero veamos cómo nos la describe:


BURGOS


“Antes de salir de Burgos fuimos a visitar la Cartuja de Miraflores, situada a una media legua de la ciudad, y en la que se ha permitido vivir a algunos pobres frailes ancianos y enfermos, en espera de su muerte.
España ha perdido mucho de su carácter romántico con la expulsión de los frailes, y no veo que haya ganado mucho en otros respectos. Edificios admirables, cuya pérdida será irreparable, y que hasta aquí se habían conservado en toda su integridad, se hundirán y se desmoronarán, añadiendo sus ruinas a las ruinas tan frecuentes en este desdichado país; y se perderán, sin provecho para nadie, riquezas inmensas en cuadros, estatuas y objetos de arte de todas clases. Bien podrían, a mi juicio, imitar nuestra revolución en otra cosa más práctica que en su estúpido vandalismo. Degollaos los unos a los otros por vuestras ideas, abonad con vuestros cuerpos los empobrecidos campos asolados por la guerra; pero la piedra, el marmol y el bronce, en que puso su mano el genio, son sagrados y debeis respetarlos. Dentro de dos mil años nadie se acordará de vuestras luchas civiles, y el porvenir sólo sabrá que fuisteis un gran pueblo por unos fragmentos maravillosos encontrados entre los escombros.
La Cartuja está enclavada en una colina; su exterior es austero y sencillo: muros de piedra gris, techumbres de tejas, todo para el pensamiento, nada para los ojos. Por dentro, grandes claustros, frescos, silenciosos y enjalbegados, puertas de celdas, ventanas emplomadas en las que se ven algunos asuntos piadosos en vidrios de color, entre ellos una Ascensión del Señor, de una composición muy original: el cuerpo del Salvador ya ha desaparecido; sólo se ven sus pies, cuya huella ha quedado impresa en una roca rodeada de santos en adoración.
Un patio pequeño, en el centro del cual hay una fuente, de la que se filtra gota a gota un agua cristalina, es el jardín del prior. Algunas parras alegran un poco la tristeza de las paredes; aquí y acullá crecen algunas flores y manojos de plantas, sin orden ni cuidado, en un desaliño pintoresco. El prior, anciano de rostro noble y melancólico, ataviado con un traje lo más semejante a un hábito -a los frailes no se les permite conservar los suyos-, nos recibió con mucha cortesía; hízonos sentar alrededor del brasero, pues no hacía ningún calor, y nos ofreció cigarros y agua fresca con azucarillos. Sobre la mesa se veía un libro abierto; dirigile una mira y vi que era la Biblioteca cartuxiana, recopilación de todos los pasajes de diferentes autores, en elogio de la Orden y de la vida de los cartujos. Estaba lleno de notas marginales, escritas con esa letra antigua de curas, recta, firme, algo gruesa, que tantas cosas dice al pensamiento, y que un mundano, apresurado y nervioso, no sabría tener. Este pobre fraile viejo, que por compasión vivía en este convento abandonado, cuyas bóvedas se derrumbarán cualquier día sobre su ignorada huesa, soñaba aún con la gloria de su Orden, y con mano temblorosa anotaba en los blancos de las hojas algún pasaje olvidado o recogido recientemente.
Sombrean el cementerio dos o tres grandes cipreses como los de los cementerios turcos; este recinto fúnebre contiene ciento diecinueve cartujos muertos desde la construcción del convento; una hierba espesa y viciosa crece en el suelo, donde no se ve ni una tumba, ni una cruz, ni una inscripción; todos reposan allí confundidos, tan humildes en muerte como lo fueron en vida. Este cementerio anónimo tiene una calma y un silencio que infunde tranquilidad al espíritu; en el centro una fuente llora, con sus lágrimas límpidas como de plata, por todos aquellos muertos olvidados; yo bebi un trago de aquella agua filtrada por las cenizas de tantos santos: era pura y helada como la muerte.
Pero si la morada de los hombres es pobre, la de Dios es rica. En el centro de la nave están las tumbas de don Juan II y de la reina Isabel, su mujer. Es admirable que la paciencia humana haya logrado dar cima a obra semejante; dieciseis leones, dos en cada esquina, que sostienen ocho escudos con las armas reales, les sirven de base. Un número proporcionado de virtudes, de figuras alegóricas, de apostoles y evangelistas, todas ellas cruzadas y entrecruzadas por palmas, hojarasca, pájaros, animales, cordones de arabescos, forman un trabajo prodigioso del que es muy dificil hacerse una idea. Encima están las estatuas yacentes del rey y de la reina, con corona. El rey tiene en la mano el cetro y lleva una vestidura larga, rameada y labrada con una delicadeza inconcebible.
Al lado del Evangelio está la tumba del infante don Alonso. El infante aparece representado de rodillas ante un reclinatorio. Una parra calada, de la que se cuelgan angelotes cogiendo los racimos de uvas, festonea de modo crapichoso el arco gótico que encuadra la composición, medio empotrada en el muro.
Estos monumentos maravillosos son de alabastro y débense al cincel de Gil de Siloé, que también labró las esculturas del altar mayor. A derecha e izquierda de este altar, que es de rara belleza, se abren dos puertas, por las que se ven dos cartujos inmóviles en el sudario blanco de su hábito; estas dos figuras, que probablemente son de Diego de Leyva, producen una gran ilusión al primer golpe de vista. Una sillería de Berruguete completa el conjunto, que nos asombra encontrar en medio del campo desierto.
Desde lo alto de la colina se nos hizo inquirir en lontananza San Pedro de Cardeña, donde se hallan los restos del Cid y de doña Jimena, su mujer. A propósito de esta tumba se cuenta una anécdota curiosa que vamos a referir sin responder de su autenticidad.
Durante la invasión francesa, el general Thibaut tuvo la ocurrencia de trasladar los restos del Cid desde San Pedro Cardeña a Burgos. Era su intención colocarlos en un sarcófago en un paseo público, para que tan venerables reliquias inspiraran al pueblo con su presencia sentimientos heroicos y caballerescos. Añaden que , en un arrebato de entusiasmo guerrero, el honorable general hizo poner a un lado los huesos del héroe para que su glorioso contacto aumentara su valor, precaución que no necesitaba en manera alguna. El proyecto no se llevó a cabo, y el Cid volvió junto a doña Jimena a San pedro de Cardeña, donde reposan definitivamente; pero uno de los dientes que se cayó y hubieron de guardar en un cajón, desapareció sin que se sepa que ha sido de él. A la gloria del Cid no le ha faltado más que ser canonizado; y lo hubiese sido seguramente si no hubiese tenido antes de morir la idea araboherética y malsonante de querer que enterraran con él a su famoso caballo Babieca, cosa que hizo dudar de su ortodoxia. A propósito del Cid, hagamos notar al señor Casimiro Delavigne que la espada del héroe se llama Tizona y no Tizonada, palabra que rima demasiado bien con limonada. Dicho sea todo esto sin que sirva de menoscabo a la gloria del Cid, que, aparte su mérito de héroe, ha tenido el de inspirar a los poetas anónimos del Romancero, a Guillén de Castro, a Diamante y a Corneille.”



Resulta paradójico que, más de un siglo después de que esto se escribiera, otro general, en este caso español y generalísimo por más señas, tuviera similar idea que el tal Thibaut. Aunque esta vez, los restos se trasladaron a más digno y suntuoso alojamiento que el pretendido por el militar gabacho. Los restos se inhumaron, nada más y nada menos, que en el crucero de la Catedral de Burgos, y así se puede leer si uno mira al suelo en el mencionado lugar.
De otro lado, debo corregir a Don Teófilo en lo relativo a los restos del noble animal que soportó el peso del de Vivar. Sus restos reposan junto al monasterio de Cardeña, pero a la intemperie, no en sagrado, como obligan las buenas costumbres cristianas, y así reza en el monolito que, erigido sobre la tumba del celebrado caballo, se puede leer por quien visite tan entrañable lugar, y tenga suficiente curiosidad.


Continúa...

Gautier, Teófilo. Viaje por España, Tomo I. Traducción de Enrique de Mesa. Espasa Calpe, Madrid, 1932

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