domingo, 23 de septiembre de 2007

Viaje por España, de Teófilo Gautier (El teatro)

Desde Bergara prosigue el camino, que pasando por Mondragón, le lleva hasta Vitoria, donde llega con la puesta del sol. Tras cenar, decide ir al teatro, y así nos cuenta la experiencia:


VITORIA


"Después de una cena que nos hizo echar de menos la de Astigarraga, se nos ocurrió ir al teatro; al pasar habíase aguzado nuestra curiosidad a la vista de un pomposo cartel anunciando la representación extraordinaria del hércules francés, que habría de terminar por cierto baile nacional, que se nos antojó sería una mezcla de cachuchas, boleros, fandangos y otros bailes diabólicos.
Los teatros en España no tienen generalmente fachada, y sólo se distinguen de las demás casas por los dos o tres quinqués humosos colgados de la puerta. Tomamos dos butacas de orquesta, que se llaman asientos de luneta, y nos internamos valientemente por un corredor cuyo suelo no estaba entarimado ni embaldosado, sino que era sencillamente de tierra. No se preocupan de las paredes de estos corredores mucho más que de las de los monumentos públicos, que ostentan la inscripción: Prohibido hacer aguas bajo pena de multa. Pero tapándonosla nariz herméticamente, conseguimos llegar a nuestros sitios aunque medio asfixiados. Añadid a esto que durante los entreactos todo el mundo fuma, y no será muy balsámica la idea que os podréis formar de un teatro español.
El interior de la sala es, sin embargo, más confortable de lo que prometen los alrededores. Los palcos están bastante bien dispuestos, y, aunque muy sencillo, el decorado es fresco y limpio. Los asientos de luneta son butacas alineadas en fila y numeradas; no hay nadie en la puerta para recoger los billetes, pero al final del espectáculo un muchachuelo viene a recogerlos; a la puerta sólo exigen la presentación de la entrada.
Esperábamos encontrar allí el tipo femenino español, del que aun no habíamos visto más que algunos ejemplos; pero las mujeres, que ocupan palcos y galerías, no tenían de español más que la mantilla y el abanico; esto ya era mucho; pero, sin embargo, no era suficiente. El público componíase en su mayor parte de militares, como ocurre en todas las poblaciones que hay guarnición. En el patio, la gente está de pie, como en los teatros primitivos. Para que este teatro se pareciera al hotel de Borgoña sólo le faltaba una hilera de bujías y un despabilador; pero las pantallas de los quinqués estaban hechas de trozos de cristal dispuestos en cascos y unidos en la parte superior por un aro de latón, cosa que no es tampoco de una industria muy adelantada. La orquesta, compuesta de una sola fila de músicos, que casi todos tocaban instrumentos de cobre, soplaba valientementeen los cornetines de pistón siempre la misma tonadilla, recordando la fanfarria de Fanconi.
Nuestros compatriotas hercúleos levantaron grandes pesos, torcieron muchas barras de hierro, con gran contento de la reunión, y el más ligero de los dos ejecutó una ascensión por la cuerda y otros ejercicios, ¡ay!, demasiado conocidos en París, pero probablemente nuevos para Vitoria. Ardíamos de impaciencia en nuestros asientos, y yo limpiaba el cristal de mis gemelos con una actividad febril para no perder nada del baile nacional. Por fin recogieron los caballetes, y los turcos de servicio se llevaron todos los adminículos de los hércules. ¡Imagínate, lector amigo, la espera impaciente de dos jóvenes franceses, antusiastas y románticos, que van a ver por primera vez un baile español... en España!
Al fin levantóse la cortina, descubriendo una decoración que tenía pretensiones de ser algo misterioso y encantador, por supuesto sin conseguirlo; Los cornetines de psitón sonaron con más furia que nunca la tonadilla susodicha, y apareció el baile nacional, representado por un bailarín y una bailarina, armados de castañuelas.
Yo no he visto nada más triste y lamentable que aquellos dos desgraciados que no se consolaban entre sí.
El teatro de dos cuartos no ha sustentado nunca en su tablado carcomido una pareja más vieja, más desriñonada, más desdentada, más legañosa, más calva y más caduca. La pobre mujer, pintarrajeada con blanquete malo, tenía una tez azul celeste que hacía recordar las imágenes anacreónticas de un cadáver de colérico o de un ahogado poco reciente; los dos chafarrinones rojos que colocara en la parte saliente de sus humedos pómulos para aliviar un poco sus ojos de pescado cocido, contrastaban singularmente con aquel azul; sacudía con sus manos, descarnadas y sarmentosas, unas castañuelas cascadas que castañeaban como los dientes de un hombre que tiene fiebre o las coyunturas de un esqueleto en movimiento. De cuando en cuando, por un esfuerzo inaudito, estiraba los músculos relajados de sus curvas y conseguía levantar aquella pobre pierna vieja, tallada en balaustre, de suerte que producía una leve cabriola nerviosa, como una rana muerta sometida a la pila de Volta, y hacía brillar y fulgir un segundo las lentejuelas de cobre del andrajo sospechoso que le servía de basquiña.
Por su parte, el hombre agitábase siniestramente en un rincón, alzándose y tornando a caer torpemente como un murcielago que se arrastra sobre sus muñones; tenía el aspecto de un enterrador que se estuviese enterrando a sí mismo: su frente, arrugada como la bota de un húsar; su nariz de loro, sus mejillas de cabra, le daban un aire de lo más fantástico, y si en vez de castañuelas hubiese tenido en la mano un rabel gótico, habría podido servir de modelo para el corifeo de la danza de los muertos en el fresco de Bâle.
Todo el tiempo que duró el baile ni una sola vez se miraron el uno al otro; diríase que tenían miedo de su fealdad recíproca y que temían echarse a llorar al verse tan viejos, tan decrépitos y tan fúnebres. El hombre, sobre todo, huía de su compañera como una araña, y parecía estremecerse de horror dentro de su piel apergaminada y vieja cada vez que una figura del baile le obligaba a acercarse a ella. Este bolero macabro duró cinco o seis minutos, al cabo de los cuales la caida del telón puso término al suplicio de aquellos dos desgraciados... y al nuestro.
He aquí cómo se apareció el bolero ante dos pobres viajeros, ansiosos de color local. Los bailes españoles no existen más que en París, como las conchas sólo se encuentran en los comercios de curiosidades y nunca a la orilla del mar. ¡Oh Fanny Elssler, que ahora estás en América entre los salvajes, aun antes de haber estado en España, ya sospechábamos que eras tú la inventora de la cachucha!

Continúa...


Gautier, Teófilo. Viaje por España, Tomo I. Traducción de Enrique de Mesa. Espasa Calpe, Madrid, 1932

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